Hace exactamente una semana comenzó mi peregrinación hacia lo que, hasta la fecha, ha sido el mejor viaje de mi vida. Lo supe nada más pisar Gijón y lo supe nada más ver El Molinón por primera vez, convertido en templo Brucista después de lo que ocurrió el miércoles.
Recorrí los casi 2.300 km que separan Tenerife de Gijón por el mismo motivo que recorrí hace poco más de un año los más de 1.700 km que me separan de Madrid: volver a levantar la mano hacia el cielo de la ciudad de turno y gritar buscando la redención por no poder saborear más a menudo la orgía de felicidad que supone este ritual, volver a ver en directo al dueño absoluto de la banda sonora de mi vida, volver a sentir cómo mi cerebro libera endorfinas, volver a liberarme. Volver.
Otra vez conocí gente. Y qué gente. Con Suso, Nando, Jorge, Sofía, Bea y Chiqui corrió la sidra, la cerveza y hasta una hostia en los columpios. Cayó una noche en el parque con la agradable compañía de una guitarra y bajo el ¿místico? sonido de los putos pavos reales. Cayó también un elogio al horizonte en forma de quemaduras de tercer grado en nuestra nariz.
Pero si algo marcó nuestras vidas, o al menos la mía, fue lo que pasó el miércoles por la noche. A eso de las 21.30 en mi interior se produjo una cicatrización de una parte de mí, probablemente de esa herida abierta que el Jefe se había encargado de no cerrar hasta que lo volviese a ver. Allí ocurrió algo grande, una comunión entre Bruce, los que estábamos allí, la vida y yo.
En mis escasos años de vida logré acumular algo de rabia y algo de ira, pero os aseguro que desaparecieron por completo con cada grito y con cada palabra que fui capaz de vociferar. Durante muchos momentos de la noche, el Universo dio paso a una calma interior que nunca había experimentado. A un estado nirvanesco de nuestras almas. La de Bruce, la de las personas que estábamos allí y la mía. Mi alma.
Contemplamos el poder sobrehumano de un hombre, de un líder espiritual que había logrado tejer entre sí con un fino hilo de fraternidad (porque allí todos éramos Blood Brothers) a las más de 30.000 personas que clamaban su nombre. Bruce.
Salté con My Love Will Not Let You Down como el 17 de junio de 2012 lo hice con Badlands. Y, aunque nunca fui capaz de imaginar que podría escuchar en directo Better Days y Ain't Good Enough For You, puños al aire, lo celebré como si me hubiese tocado la jodida lotería.
En El Molinón la resignación a la triste y lamentable situación económica no tuvo lugar durante Jack of All Trades, The River (que otra vez fue capaz de que en mi garganta se formase un nudo de dimensiones siderales) y Atlantic City. De nuevo, Bruce tomó ese papel de símbolo de la clase obrera, de hombre enfadado, de protector. Vivimos uno de los tramos más intensos de toda la velada, en donde su cólera e indignación fluyó por la espina dorsal de todos los que estábamos siendo partícipes del descomunal derroche de energía que el de Nueva Jersey nos estaba regalando.
Y es que nos perteneció la noche. Because the night belongs to lovers. Because the night belongs to us. Les perteneció tanto a los que habían conducido toda la noche como a los que habíamos volado muchos kilómetros únicamente para escuchar ese solo de saxo de Jake Clemons en Drive All Night. A los que celebramos con una euforia infinita la apoteósica salida nocturna de Rosalita y a los que saboreamos las Malas Tierras, ahora reconvertidas en Tierra Prometida.
Durante Radio Nowhere Bruce comprobó que sí que había alguien vivo ahí fuera, alguien a quien merecía la pena obsequiar con felicidad. Porque os aseguro que no hay ningún momento más feliz en la vida de una persona que asiste a un concierto de Bruce Springsteen que el momento en el que levanta las manos, las agita y proclama que ha nacido para correr. Y si encima consigues acariciar la mítica Fender... suspira: algo grande acaba de ocurrir dentro de ti.
Tras casi tres horas y media después de haber bailado en la oscuridad durante las siete noches de la semana, hubo tiempo hasta para un final con aires festivos. Twist and Shout y Shout cerraron el concierto. O no.
Me encantaría poder relataros el momento más especial de mi vida, que incluso tuve la oportunidad de compartir, pero encontrar las palabras adecuadas me supone tanto esfuerzo que hasta duele. Nunca seré capaz de explicar lo que pudo significar que el hombre que marca el ritmo de mi vida saliese armado sólo con su guitarra acústica y su armónica e interpretase, acompañado de un silencio sepulcral, la canción de mi vida.
En Gijón mostramos fe y hubo magia en la noche. Como nos enseña Thunder Road. Como nos enseña Bruce Springsteen. Como nos enseña la vida.