lunes, 12 de marzo de 2012

Bruce

Llevo varios días intentando escribir algo parecido a lo que estoy haciendo ahora mismo. Ha tenido que sonar The River para que me ponga a ello. Quería plasmar lo que pienso del nuevo disco de Bruce nada más saliese éste, pero se me echó el tiempo encima y llegué a la conclusión de que ese texto, una especie de crítica, estaba ya caducado. Hoy me he dado cuenta de que cualquier objeto, animal, cosa o persona relacionada con Bruce Springsteen no tiene fecha de caducidad. Nunca. 

El disco es notable. De sobresaliente. Probablemente de lo mejor que ha sacado en los últimos años. Pero no vengo aquí a hablar de su CD, ni tampoco de las canciones que contiene. Vengo a hablar de él. De mi religión. De la que Dylan es la máxima deidad y Bruce es el profeta. Mi mesías particular. Lo cierto es que al principio de los tiempos, el de Nueva Jersey, que tenía el pelo desaliñado y largo, además de una barba descuidada, se daba unos aires a aquel señor que afirmaba ser hijo de Dios hace unos 2.000 años. Ese que cambió el mundo. Bien. Bruce, y antes lo hizo Bob, también lo han cambiado. Por lo menos el mío.

Este texto no trata de Rubalcaba, ni sobre Rajoy y su cumplidísimo programa electoral. Ni sobre Rosa Díez o cualquier otro personaje de ese estilo. Tampoco sobre la fallecida ETA. No voy a hablar sobre los numerosos casos de corrupción que campan a sus anchas por el territorio político español, esos que hacen de España un país peor, que sangra por el costado económico y, sobre todo, en su talón de Aquiles. La corrupción. Este texto se olvida de la horrenda situación en la que estamos y a la que nunca habría que desatender. Este texto va conmigo. Y con Bruce. 

Antes de empezar con la orgía de sentimentalismos hacia el genio que nació para correr, os contaré un par de cosas que leí el otro día en una especie de decálogo que Manel Fuentes escribió en el prólogo de un libro-biografía sobre el líder de la E Street Band. Me llamaron la atención dos afirmaciones: decía que los verdadero fans no le llamamos Springsteen. Lo llamamos Bruce. Y que todo admirador de Springsteen (perdón, de Bruce) siempre desea y deseará explicarle a Bruce Springsteen, en persona, lo importante que es para nosotros y que no somos como los demás. Que nos ha cambiado la vida, pero que ese cambio es diferente al del resto. Y es cierto. Todos nos sentimos así. Nos pensamos que somos únicos y que a ningún otro habitante del planeta se le han erizado los pelos de la misma manera que a uno mismo, mientras escuchas The River o el disco "Nebraska" completo. 

Todos tenemos que estar agradecidos a una persona. Adele Ann Zirilli. Una secretaria de administración que decidió, en medio de una tempestad económica, comprarle una guitarra de 14 dólares a su hijo Bruce. Encima, no contenta con lo que había hecho tres años atrás, pidió un préstamo para comprarle otra de mejor calidad por lo que, en aquel entonces, era una fortuna para una familia obrera. 60 dólares.  
El mérito de Adele no es sólo surtir de guitarras a su hijo. Se vio obligada a sacar adelante a una familia de tres muchachos prácticamente sola. Tanto ella como sus tres hijos sufrieron las ausencias y los problemas de autoestima de su padre, Douglas (veía mermada su virilidad al no ser él quien traía el dinero a casa), que siempre tuvo problemas para encontrar trabajo. No me alegro de todo esto, pero soy consciente de que estas difíciles circunstancias han sido el factor determinante que ha fraguado la personalidad de The Boss. Y que muchas canciones han partido de las situaciones que Bruce experimentó durante sus 20 primeros años. 

Puedo recordar de qué manera llegué hasta Él. Con la tierna edad de 11 o 12 inviernos, allá por 2007 o 2008, era muy dada a aprovechar las ausencias de mi hermano sin su iPod de 3 kilogramos. Jugaba al Vortex mientras escuchaba música en modo aleatorio. A pesar de comerme la discografía completa de Bob Dylan, y gran parte de la batería del cacharro, me costó mucho tiempo dar con Bruce. El muy condenado sólo tenía una canción. Born in the USA.
Recuerdo cuando la escuché. Mi nivel de inglés era tan escaso que apenas entendía que Bruce había nacido en los Estados Unidos de América. Probablemente ni siquiera sabía demasiado sobre la Guerra de Vietnam. Pero el sonido era mágico. Me electrificó por completo. La batería de Max Weinberg haría a mi corazón sonar al mismo ritmo durante varios días, e incluso semanas. Fue un flechazo. 

No sé cómo he llegado hasta hoy. Si hubiese una enfermedad de Springstinianismo, de sobreescuchas de mis canciones preferidas de Bruce, me considero culpable de tenerla. Y, como decía Oscar Wilde, yo misma me colocaré las cadenas. 

Bruce es el rico que canta para los pobres. O eso dicen. Muchos le desacreditan, porque piensan que no tiene derecho a hablar de pobreza, de la situación de los "workers" americanos desde su mansión en nosédónde. O de la crisis económica. Me hace mucha gracia que alguien le ponga puertas al campo y establezca sobre lo que debe o no hacer semejante genio. Lo mejor es dejarlo en libertad. Que Bruce paste por los campos americanos de la hipocresía y siga componiendo genialidades. Y si esos que hablan alimentan a la bestia, por favor, que sigan hablando. 

He hecho de mi vida una órbita que gira en torno a la E Street Band. He disfrutado más que sufrido con Él y con ellos. De hecho, el único momento de sufrimiento me lo ha causado las idas y venidas de la muerte. Cuando, después de un revés del que a los fans todavía nos cuesta levantarnos, Clarence Clemons decidió irse para siempre. Llegué a pensar que ahí se acababa todo. Y es por eso por lo que, aunque pareciese imposible, quise todavía más a Bruce. Porque fue capaz de mirar hacia adelante, sacar un disco y poner en marcha una gira mundial. Agradecimiento eterno por ello. Y por mantener vivo el espíritu de la Calle E. Porque ni Clarence ni Federici dejan la E Street Band cuando ELLOS mueren. La dejan cuanto TODOS mueran. 

No sé cuántas veces habré escuchado Born To Run, The River, Bobby Jean o Thunder Road, pero de lo que estoy segura, siempre que el azar de iTunes decida premiarme con alguna de estas canciones, es que no será la última vez. Me dejo cosas en el tintero. Sobre todo muchos sentimientos que son inexplicables a través de las letras de un blog que Él nunca leerá. 

Aprendí más en una canción de tres minutos que durante toda mi vida en el colegio. Y Bruce es el culpable. Que le coloquen las cadenas y le impongan la pena de la inmortalidad.